Vivo en un pueblo de subidas y bajadas, cerca del mar. La escuela de mis hijos tiene un vasto patio, sobre diferentes niveles. Se accede desde dos calles, tradicionalmente por la puerta “de los pequeños” y la “de los mayores, respectivamente. Pero este curso, con las entradas escalonadas y el nuevo reparto entre los grupos estables, todo es distinto. A los míos les toca entrar los dos a la misma hora, por dos puntos de accesos distintos de la misma calle. La pequeña se una a sus compañeros del año pasado entrando por la puerta “de arriba”, y al mayor no le queda más remedio que bajar sólo hasta el final de la calle, donde accede al centro por la pista deportiva, junto a sus compañeros de este año, algunos de su antigua clase, otros nuevos. En realidad, soy yo a quien no le queda más remedio que dejarle ir, porque él está encantado de desprenderse del control materno durante el último tramo del camino escolar, y de franquear el cancelo autónomamente, pasando por el control de temperatura y el ritual hidroalcohólico protocolarios. Pero yo, que vivo con trepidación los momentos de las entradas y salidas de esta singular, histórica vuelta al cole, no renuncio, una vez me despido de la pequeña, a tirar cuesta abajo a toda prisa, para comprobar que ha entrado y saludarle fugazmente desde la valla, si se gira a mi llamada.

Los veo entonces, a él y sus compañeros, con las manos enfundadas en los bolsillos, las mascarillas puestas, y algunos con la capucha de la sudadera subida. Parecen unos jóvenes guerreros galácticos, en la fresca mañana otoñal. Me sorprende observar cómo están juntos, él y dos o tres de sus antiguos compañeros de clase, cómo se buscan y permanecen unidos, compartiendo los primeros minutos de su jornada escolar, a la espera de que todo el grupo se mueva rumbo al edificio. Y no eran, no, ni por asomo, los mejores amigos. Pero ahora, cada mañana, están juntos. Hablan entre ellos, merodean por los bordes de la pista desviándose un metro o dos de la fila… hasta que, por fin, su nuevo tutor en cabeza, emprenden en grupo, ordenadamente pero no sin cierta dosis de alegría, el tonificante ejercicio matutino de desplazarse desde el punto más bajo del patio hasta su aula, en la primera planta del edificio principal.

Esta observación mía tan solo dura unos pocos segundos, porque lo sé, ya no toca quedarse pegada a la valla, el amoroso acompañamiento materno ha de hacerse con algo de disimulo. Pero es, también, mi momento. Mi momento de llevarlos, que para mí es un lujo. Ningún comienzo de curso escolar precedente tuve la oportunidad de estar tan presente como este. Son, a lo mejor, uno o dos días a la semana, pero para mí muy valiosos.

Cuando me alejo de la esquina del recinto por donde entra mi hijo, ya he pasado por tres de los cuatro puntos de acceso habilitados. En vez de regresar por la misma calle, me concedo el lujo de dar la vuelta larga, bordeando el recinto por el parque de abajo, donde las niñas y niños del ciclo superior, en grupitos y ya sin padres a la vista, esperan a que sea su hora de entrar. Les ha tocado el último de los tres horarios de acceso escalonado, pero ellos ya son “los mayores”, y las nuevas circunstancias les brindan la oportunidad de un pequeño momento colectivo de autonomía.

Luego subo, por la otra calle. Paso por delante de la “puerta grande” de la escuela, la que normalmente es por donde entran la mayoría de los alumnos, desde P5 hasta 6º de primaria. Ahora se ha quedado como punto de acceso minoritario, ¡pobre puerta grande! Pero ya volverán sus momentos de gloria, no hay duda. La puerta va a estar allí, cuando todo esto ya no sea más que un recuerdo. Para ver pasar a los mismos niños y niñas de ahora, pero crecidos, y a los muchos alumnos nuevos de los cursos venideros.

Ya he completado mi recorrido por todo el perímetro del recinto escolar. He acompañado a mis hijos y he visto a otros grupos cruzar el patio siguiendo su propia ruta invisible, pero claramente establecida por el protocolo. Los grupos estables no pueden cruzarse unos con otros. Hay un sinfín de nuevas normas a tener en cuenta…por esto resulta más asombroso aún ver como los niños y tutores consiguen integrarlas con naturalidad, hasta hacerlas casi invisibles. Porque cuando están los unos cerca de los otros, pese a las mascarillas, la distancia, el respeto de los tiempos y de los recorridos establecidos, quien los mire desde fuera lo que ve son personas contentas de estar juntas. Que disfrutan del reencuentro. Un reencuentro que al principio era el de “después de seis largos meses”, pero ahora es el rencuentro del hoy desde ayer, el de la repetición del día tras día que nadie, a estas alturas, da por hecha. Un día tras día que nos reafirma en nuestra capacidad de perseverar, de seguir estando, de dar un paso tras otro y alegrarnos, silenciosa o manifiestamente, de que hoy también vamos a la escuela.

Es difícil, o tal vez imposible, explicar la mezcla extraña, indefinida, pero cálida de emociones que siento, en estos pequeños viajes de comienzo del día, acompañando mis hijos a la escuela. Seguramente hay alivio, y también hay consuelo. Y sorpresa, asombro. ¿Cómo pueden las chicas y chicos llevarlo así de bien? ¿Cómo logran asimilar, de esta manera tan pragmática, espontánea y sana, esta realidad que, si nos hubiese aparecido en sueños hace un año, sin duda hubiésemos catalogado de pesadilla inverosímil?

Es la resiliencia, me digo. Mira, aquí tienes, delante de tus propios ojos, la evidencia irrefutable de que la resiliencia, ya no solo individual, si no colectiva, existe. No puedo evitar entonces de cavilar sobre esta peculiar capacidad del individuo de superponerse y superar exitosamente las circunstancias externas más adversas. Su substrato neurobiológico debe ser, me digo, la plasticidad neuronal, no queda otra.

En casa, una rápida búsqueda bibliográfica me informa que, lejos de ser una intuición original, el fenómeno está bien estudiado y descrito en la literatura. Se conocen los circuitos neuronales y las estructuras implicadas, entre otras la amígdala y el hipocampo, cómo no, las emociones y la memoria. Pero también, los circuitos que presiden la respuesta al estrés, y que nos permiten aprender del ensayo-error, consolidando las conductas que son premiadas con una recompensa. Una recompensa en términos adaptativos, en este caso. La plasticidad de estas sinapsis se traduce en la capacidad de reprocesar el recuerdo, de reorganizar el relato interno de una experiencia adversa, para no quedar para siempre amarrados al lastre de cuanto hubo de negativo. Y rescatar, en cambio, lo que sí nos es útil para seguir adelante. Como por ejemplo tomar consciencia de que fuimos valientes. De que, pese a todo, pudimos con ello. De que supimos perdonar y perdonarnos los muchos momentos imperfectos y los muchos días en que presentamos al mundo una versión de nosotros mismos que no era, precisamente, la mejor posible. De que no olvidaremos la parte buena que sí hubo, hasta en una época de nuestra vida a todas luces oscura.

Con este valioso repertorio de “objetos mágicos” en la mochila, afrontan su día de aventura nuestros niños y niñas. Algunos ya, a pesar nuestro, son chicos y chicas. Que en estos meses es como si de golpe hubiesen dado unas cuantas zancadas hacia delante.

Esperemos que…